Nuestra caminata por Toche comenzó a las cinco de la mañana, saliendo desde Ibagué en un vehículo 4×4. Éramos un grupo pequeño, lo justo para que el recorrido fuera cómodo y ágil. La carretera hasta Toche es destapada, bastante irregular en algunos tramos, lo que hacía necesario un buen conductor y un vehículo adecuado. A medida que subíamos, el paisaje empezaba a cambiar: pasamos de los paisajes urbanos de Ibagué a zonas rurales cubiertas de niebla y vegetación densa. Dos horas después, llegamos a la Finca Las Cruces, punto de partida de nuestra caminata.
El clima estaba frío y húmedo. Nos preparamos con capas impermeables y comenzamos el recorrido por el primer sendero del día. Desde el inicio sabíamos que íbamos a cruzar uno de los bosques de palma de cera más grandes del país. A diferencia de lugares como el Valle de Cocora, donde las palmas están dispersas y los turistas llenan el entorno, aquí el bosque era más cerrado, más auténtico.
Durante unas tres o cuatro horas caminamos entre árboles altos, caminos estrechos y vegetación húmeda. Las palmas de cera sobresalían como columnas naturales, alcanzando alturas impresionantes, algunas incluso mayores a 60 metros. Según los guías locales, este lugar alberga las palmas de cera más grandes del mundo, lo cual lo convierte no solo en un sitio bello, sino también en uno de gran valor ecológico. Este dato, aunque poco conocido fuera de círculos especializados, da aún más importancia a la conservación de la zona.
El terreno era irregular pero manejable, con subidas moderadas y descensos que requerían atención, especialmente por la humedad del suelo. Al llegar a la Finca Gallego, hicimos una pausa para hidratarnos, comer algo y prepararnos para la segunda parte del día.
La caminata hasta ese punto fue de aproximadamente 6 kilómetros, con una altura máxima de 3.000 metros sobre el nivel del mar. El desnivel fue de unos 360 metros positivos y 416 negativos. Aunque no fue excesivamente exigente, sí fue constante, y al final del primer tramo ya se sentía el cansancio acumulado en las piernas.
Tras el descanso, retomamos el camino hacia el Volcán Machín. Este tramo era distinto: menos denso en vegetación, pero con mayor sensación de estar caminando sobre un territorio volcánico. Se notaba por el olor a azufre en el aire.
Fueron unas tres horas más de caminata, ahora con menos desnivel, pero sin perder la atención al terreno. Caminamos unos 6 kilómetros más, alcanzando una altura máxima de 2.600 metros. La diferencia de altura respecto al punto anterior se notaba en el cambio de vegetación y en el clima, que era más cálido.
La llegada a las Termales La Florida fue un buen cierre para el día. El sitio es sencillo, sin lujos, pero cómodo. Cuenta con una estructura de madera que sirve como refugio para acampar bajo techo y una serie de piscinas naturales con agua caliente que sale directamente del suelo. Después de una jornada de caminata de más de seis horas, fue perfecto para relajar el cuerpo.
Nos instalamos en los alojamientos asignados, comimos algo ligero y aprovechamos el resto de la tarde para disfrutar de las aguas termales. La sensación de meterse en agua caliente después de un día largo de caminata es difícil de describir con exactitud, pero claramente fue un alivio. Muchos aprovechamos para compartir anécdotas del recorrido, secar ropa y planear cómo sería el siguiente día.
Dormimos temprano. La temperatura bajó bastante en la noche, pero la estructura del campamento y los buenos sacos de dormir ayudaron a que el descanso fuera completo.
Al día siguiente, arrancamos con energía después de un desayuno caliente. El segundo día sería más técnico: teníamos seis horas de caminata por delante, aunque la distancia total no era muy larga, apenas 4 kilómetros. El terreno, sin embargo, exigía más atención: senderos angostos, cruces de quebradas y algunas subidas intensas.
La ruta nos llevó desde La Florida hasta Puente Tierra y luego hacia La Cuchilla. En el camino, volvimos a pasar por zonas de bosque nublado, donde la niebla bajaba en momentos, cubriendo todo con una capa blanca. El sonido del agua de las quebradas y el canto de algunas aves eran lo único que se escuchaba por largos ratos.
Uno de los aspectos más interesantes del recorrido fue la historia que nos compartieron los guías locales. Nos hablaron de la importancia ecológica del lugar, del impacto que ha tenido el olvido institucional en la zona, y cómo las comunidades han optado por promover el ecoturismo como una forma de conservación y sustento.
Nos contaron, por ejemplo, que el bosque de palma de cera es el hábitat del loro orejiamarillo, una especie endémica y amenazada. Ver ese ecosistema en estado casi puro —sin carreteras, sin ruido, sin basura— hizo que cobrara sentido todo el esfuerzo físico de la caminata.
La llegada a La Cuchilla marcó el final del recorrido. Allí nos recogió nuevamente un 4×4 para regresar a Ibagué. El regreso fue tranquilo, con una mezcla de satisfacción, cansancio y reflexión.
No fue una experiencia para tomar fotos bonitas y subirlas de inmediato. Fue más bien un recorrido de contacto real con la montaña, de caminar en silencio, de escuchar, de observar y de entender que en Colombia aún existen lugares donde la naturaleza permanece prácticamente intacta.
En total, caminamos cerca de 16 kilómetros en dos días, subiendo y bajando constantemente por altitudes que exigían un mínimo de adaptación. El clima jugó a favor: no llovió durante la jornada, lo que facilitó bastante el trayecto.
Toche no es un destino masivo ni turístico en el sentido comercial. No hay tiendas, ni cafés, ni infraestructura. Pero justamente ahí radica su valor. Es una caminata ideal para quienes quieren una experiencia real de montaña: exigente, silenciosa, remota. También es una buena oportunidad para entender un ecosistema que, a pesar de su importancia ambiental, aún es poco reconocido por muchos colombianos.
Volvería a caminar por esos senderos sin dudarlo. No tanto por la aventura, sino por lo que representa: una muestra de lo que aún queda por conocer y proteger en los Andes colombianos.